Dicen que cuando te marchas de un lugar tiendes a realizar la típica lista de cosas buenas
que te ha dado esa ciudad que dejas atrás, una especie de recordatorio de todo lo
que has aprendido y has vivido en ella.
Quien conozca Madrid sabrá que es mágica, especial. Madrid tiene ese algo que hace que
te enamores de sus calles, de sus teatros, de sus edificios, de sus parques, de cada parte
de esta palpitante urbe que nunca duerme.
Madrid me ha dado amor, del bueno; me ha dado desamor, del que dices "nunca más volveré a enamorarme"; amistades que me hacen reír a diario; estudios, me voy siendo un poco más inteligente (creo); risas a montones; sueños cumplidos, sueños por cumplir y otros que se han quedado por el camino; noches de fiesta y desenfreno; cine, mucho cine; conciertos mágicos; lágrimas, odio, añoranza, nostalgia, deseo; sexo, me ha dado sexo sublime; esperanza para seguir; la certeza de que puedo vivir lejos de mi familia y no morirme de hambre; la confirmación de que sin mar también se puede vivir, aunque joda; me ha dado madurez y ha logrado que avance; años, aquí me he hecho más viejo (drama); también me ha regalado alguna cana (doble drama); borracheras y bailes hasta el amanecer.
Madrid lo tiene todo para ser feliz. Y yo lo fui. Demasiado, diría yo. ¿Se puede ser demasiado feliz?
Madrid me ha dado ganas de vivir, de comerme el mundo. Pero, sobre todo, Madrid hizo que me aceptase tal y como soy. Sin miedos, sin vergüenza, sin odio a mí mismo.
Y como me han dicho dos buenas amigas: "tú no abandonas Madrid, lo dejas en pausa. Nosotros estaremos aquí cuando quieras volver a darle al "play"". "Sigue escribiendo y soñando, aquí, allí o en la luna".