Nacemos
para morir. Eso nadie lo discute. Siempre escuchas decir “hoy
estamos aquí, mañana no sabemos”, “la vida es muy corta”, “la
muerte no es cuestión de edad” y demás frases que se te meten en
la cabeza desde bien pequeño. Incluso Disney, en casi todas sus
películas, nos hablan de la muerte, algo devastador y que siempre
cambia a lxs protagonistxs de la historia. Y como en esos cuentos
animados, en la vida real, ocurre exactamente lo mismo.
La
muerte. Llega y todo tu mundo cambia. Evidentemente, no hablo de la
muerte de tu vecino el del quinto, al que saludas cuando lo ves; no
hablo de la cajera que ves cuando vas al supermercado, de la que
siempre te despides con una sonrisa; no hablo del dependiente de tu
tienda favorita, el que te saca las mejores prendas para ti. No hablo
de ninguno de ellos, hablo de la muerte de alguien tan cercano, que
sientes que con esa persona se muere un poco de ti. Llega, te golpea
y descubres que la vida sigue exactamente igual. Descubres que, a
unos kilómetros más allá de donde lo están velando, hay una
discoteca que sigue poniendo la música a todo volumen; descubre que
mientras paseas o te sientas en un puto banco, preguntándote mil
cosas, no dejas de escuchar esa melodía, que no te molesta, porque
descubres que la vida sigue para todos. A nadie le importa tu
pérdida, ellos ni conocían a esa persona que ahora está a unos
metros de ti, metida en un ataúd. La música sigue sonando; la gente,
en la calle, continúa sonriendo; las personas comen, en ese
restaurante al que has ido a cenar con tus amigos, intentando
desconectar... Y los miras, deseando volver a sonreír, deseando
volver a tener ganas de bailar esa canción que suena en ese momento
o deseando no sentir esa sensación de vacío y desolación que te
invade.
Y
descubres que la muerte está presente, algo que sabías desde que
eras niño, pero que nunca te había tocado tan de cerca, como un
golpe certero en la boca del estómago. Y durante un segundo, en el
momento que te dicen lo inevitable, sientes que dejas de respirar.
Como él. Y desde ese momento, descubres que su muerte lleva a una
especie de nuevo “nacimiento” para ti. Ahora, todos tus recuerdos
irán ordenados desde la fecha anterior a esa noche que todo lo
cambió. Ahora todo será “eso sucedió antes de su muerte”,
“aquello otro después de su muerte”, “esto otro antes”... Y
así continuamente. Tu tiempo, tu espacio, todo cambia.
Un
día, sin saber muy el porqué, descubres que estás sonriendo porque
sabes que él está aquí, contigo. Y te da igual que suene a locura
o a cuento chino, sabes que él nunca te abandonará. Él está en
cada recuerdo, en cada fotografía, en cada papel donde ves su letra,
en cada rincón de esta casa... Siempre con nosotros.
Aunque
no estés, estás.
La muerte, ay, la muerte. Ríos de tinta se han escrito hablando de ella y nunca se dice lo suficiente para dejarnos claro lo que se siente cuando se experimenta de cerca.
ResponderEliminarPD: llevo un rato buscando el botón de seguir tu blog y no lo encuentro. Lo seguiré intentando.