Dicen que cuando vives lejos de tu tierra, de tu familia y
amigos, echar de menos se convierte en
parte de ti, de lo que eres. Lo llevas en tu ADN. Somos huesos y músculos;
somos carne y agua; somos sentimientos y raciocinio; “somos echar de menos a
las personas que queremos”.
Yo echo de menos cada día de mi vida, echo de menos a mi
familia y amigos; a mi perro; a mi tierra; el olor del mar y pisar la arena de
la playa; extraño coger la guagua, que
no el autobús; y escuchar decir “ños”.
Ahora vuelvo a Lanzarote todo el verano, y echaré de menos a
la gente que se queda en Madrid, ellos saben quiénes son; echaré de menos el
Templo de Debod y pasear por Gran Vía; echaré de menos, incluso, coger el
metro; echaré de menos las noches de Madrid y sus edificios…
Porque echar de menos es una forma de estar vivo, de
SENTIRNOS vivos. Y al final, te queda el consuelo de que siempre acabas
volviendo a todas esas personas que extrañas, que necesitas, que echas de menos.
O no. Porque la parte mala de echar de menos a alguien, llega cuando esa otra persona no te extraña, no te necesita, no te echa de menos.
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